16 de septiembre de 2015

Chapultepec


A Chapultepec lo recuerdo con un cariño especial, con ese amor infantil que se produce en la tierra y en el agua. Fui feliz entre los gritos y los patos; sobre el pasto grueso y los adoquines ásperos. Caminaba de la mano de mi mamá y sujetando el pantalón de mi papá con ansiedad juguetona. Entonces todo el mundo me era desconocido. Los juegos de otros niños me sorprendían, pero no los envidiaba. En mis ojos se sentía la sorpresa verde de los árboles. Yo envidiaba los juegos de las ardillas y el nado violento de los patos. Mi mamá me explicaba todo. Supe entonces que los patos y las ardillas sienten dolor y hambre; supe que sienten dolor y que yo, aunque quisiera, no podría hacer nada para rescatarlos de su vida. En las palabras de mi mamá estaba el mundo, estaba la vida. En los hombros de mi papá estaba el viento y la sonrisa. Mi papá me explicaba las cosas a su manera, con caminatas y con la experiencia de las montañas. Si preguntaba cualquier cosa sobre los viejos árboles, mi papá me llevaba hasta ellos y me hacía tocarlos, olerlos. Me señalaba todo y tocaba con sus manos lo mismo que yo tocaría. Luego corríamos a buscar a mamá cubiertos de polvo, sudor y alegría. Yo no quiero olvidar ese bosque de mi infancia.

Caminé por el mundo desde muy joven. A los doce años aprendí a dominar el transporte público con la fluidez que mis miedos permitían. A los quince descubrí que en esta ciudad podía llegar caminando a casi cualquier sitio que quisiera. Entonces mi mundo estaba dentro de los límites de la ciudad; afuera estaba los desconocido, lo verdaderamente imposible. Usaba el metro y mis pies, usaba mi tiempo en pasear. Era un adolescente sin futuro y todavía no lo sabía. En esa época me gustaba llegar desde Constituyentes. Bajaba del metro y sentía la corriente de aire que nace entre los árboles. Huía del calor de los autos que pasaban desesperados a mi lado. Los senderos ya conocían mis pies y siempre terminaba en el mismo sitio. Tenía dieciséis años y me gustaba sentarme a la orilla del lago con la gran casa a mis espaldas mientras escuchaba el rumor de la multitud y el constante movimiento de las lanchas de madera que se adentraban en el verdor del agua. La sombra de ese árbol que empujó una enorme rama casi hasta tocar el lago me permitía sentarme durante horas. En ese lugar planeé mis primeros viajes, mis primeras aventuras. Nunca me sentí sólo en ese pequeño pedazo de sombra.

Ahora que recuerdo mi infancia en la ciudad, conozco la tristeza del progreso, la nostalgia de la vejez temprana. Nada es lo mismo. La ciudad cambió y sepulta cada día los recuerdos de mi niñez.


Camino ahora por este Chapultepec de mis casi treinta años y no encuentro el silencio, ni la aventura. El bullicio de los niños y los vendedores me provoca un terrible dolor en el alma. Ya nada es lo mismo. Mis pasos ahora tienen prisa, deben de andar con prisa. Chapultepec me hace sentir el paso del tiempo machacando mis ojos. Observo las lanchas de plástico y veo a las personas pedalear con sus enormes chalecos salvavidas y siento un golpe en el estómago que me deja sin aliento. Siento la energía desbordándose de los niños y siento que mi vida está completamente detenida en un instante que poco a poco pierde sentido. No sé… Yo no quiero olvidar ese bosque de mi infancia.

29 de mayo de 2015

3 inicios*

*Ojalá sobrevivan y se conviertan en algo.


Estoy cansado de esta cama tan dura; de ese polvo grueso que cae sobre mis sábanas y se me pega al cuerpo. Quisiera dormir y olvidarme de todo, pero me resulta imposible dejar de soñar, de ver esas imágenes que me han marcado la memoria. Cuando era niño mis padres me defendían de esos sueños malos que aparecen en los días de lluvia, o en las noches sin luna. Hoy estoy sólo en este mismo cuarto largo en donde se han velado los cadáveres de toda mi familia. Hace un par de años en el mismo lugar que ahora ocupa mi cama se encontraba el triste cajón que contenía el cuerpo de mi padre. Todos los días lo recuerdo. Recuerdo también que a mi madre la tendieron sobre un petate roído con sus cuatro cirios guardianes y seis floreros con azucenas casi marchitas. Las señoras que le rezaron se hincaron en el mismo lugar que ahora ocupa mi mesa. No hay escapatoria. Cada rincón, cada adobe, está marcado con un momento, con una despedida o un suceso feliz que aún no olvido. Ojalá fuera más fácil vivir aquí, pero no tengo nada más qué hacer. Esta es mi casa y esta es mi vida.



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El dolor en las manos lo hacía gritar, casi aullar, mientras se retorcía entre las sábanas mugrientas de aquel cuarto oscuro. Paredes altas como murallas guardianes, como una tumba prematura. El techo de teja tan viejo como el mismo polvo dejaba pasar las flores secas que se desprendían de los árboles y volaban, ya muertas, hacia el destino inmundo de aquél cuarto. Ya nada se podía hacer. Entre la tierra amarilla que cubría el suelo se empezaba a formar esa masa asquerosa de sangre y escupitajos densos; de basura y dolor intenso. Los pies, los pies que tanto habían caminado, que habían conquistado tantas rocas y caminos, fueron los primeros en enfriarse. Sobre su tumba dormirán los perros más bravos del pueblo, esos que salen por las noches a espantar  los coyotes sólo con sus dientes blancos y afilados. Sobre su tumba el mezcal y los cigarros descansarán por un tiempo. Sobre su tumba las flores se secaran casi al instante. Nada bueno quedará después de su muerte. Nada. La música se escucha al fondo, en la lejanía incalculable de las montañas. La música se escucha tenue, burlona, como si se supiera ya que Crecencio Morales había muerto. 



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Recuerdo el viento tibio de marzo sacudiendo las hojas muertas que se aferran a la esperanza de las ramas reverdecientes de los árboles. Santa Lucía es mi pueblo, mi hogar, sin embargo, a pesar de todos mis esfuerzos, me es imposible recordar un solo instante feliz de mi infancia o de mi juventud temprana entre este monte boscoso. Yo crecí aquí, con mis padres y mis abuelos. Yo huí de este polvo caliente y áspero. Recuerdo el polvo y la lluvia. Recuerdo las cortinas largas y violentas de gotas grandes y frías que se veían venir con su olor a tierra mojada. Supongo que ese instante anterior a la lluvia es el único recuerdo feliz que conservo de este pueblo. Hoy quiero recordar.

-¡Sírveme otro trago, chula!
-¡Págueme primero ese!

Al fondo del jardín las mesas se conservan intactas, sucias, marcadas por los cigarros que se dejan olvidados en su borde. Desde que regresé a Santa Lucía vengo a este horroroso jardín a beber hasta el olvido junto a los hombres del pueblo. Un par de mesas largas de madera y sillas plegables de metal me dan la bienvenida. Rebeca es la dueña y quizá mi única amiga. Sólo durante ese periodo tan corto de la embriaguez me salen las palabras. A veces, entre trago y trago, me da por reconocer en esos rostros hinchados de mezcal los rasgos curiosos de mis amigos de la infancia. Todos ellos parecen viejos, sin esperanza. Este rancho le pertenecía al viejo Albino y ahora ya nomás queda la Rebeca con sus carnes flácidas y abundantes. Ella se quedó con todos los terrenos de Albino, pero de nada le sirven. Todo pareciera estar muerto. Los pocos jóvenes que se quedaron están aquí sentados a mi lado, con el vapor del mezcal escapándose de sus bocas serias. Yo regresé porque no me quedaba otra opción. Allá, en la ciudad, no me queda nada. Y aún con el dolor del fracaso, me siento emocionado de mi regreso. Ahora es el  silencio el que me abraza por las noches mientras intento ocultar el miedo que me provoca dormir en mi nueva cama. Ya no hablo con nadie a menos que este aquí, bebiendo. No tengo para qué. Me ven con un gesto de duda, de odio, de asco. Ya tampoco pertenezco aquí, pero qué le voy a hacer.

24 de abril de 2015

Abandono

Tenía veinte años, el pelo largo y una esperanza agonizante mordiéndome los dedos.
Sara se fue un jueves con dos maletas negras y cuatro libros míos. Sus dieciocho años brillaban en su piel, en su sonrisa, en el miedo que se escondía apenas bajo sus párpados. Yo me quedé, como siempre lo hacía, entre un caos de hojas y trastes sucios. La toqué por última vez bajo la sombra del árbol que por la mañana coloreaba nuestro departamento de un verde pálido. Tomé sus manos y le di mis libros, mis historias. Le di todo y ella se iba.
Se fue un jueves en un vuelo que no quise ver despegar. Hablamos durante meses de nuestro sueño, pero sólo ella tuvo el coraje para arrojarse al vacío, para salir huyendo de toda esta miseria que ahora me guardo bien cerquita del pecho. Tenía veinte años y tenía miedo.
Dos días después pensé en Sara y en las cosas que habíamos hecho juntos. Las macetas estaban tristes como cementerio con cadáveres nuevos. Pasé muchas horas en silencio viendo el techo, la lámpara que colgaba sobre mi cabeza y el reloj que, vicioso, marcaba el tiempo. Mi respiración era un violín desafinado tocando a Paganini; mis articulaciones un chelo suicida que apenas murmuraban notas ahogadas. Pasé muchas horas enfermo de angustia. Pensé otra vez en la postal, quemada por el sol y desgastada por mis dedos necios, que sufría en una esquina de la ventana grande. Pensé en Sara y en Sofía; pensé en Alejandra y su infarto; pensé en mi padre y su decepción escurriendo por los bigotes; pensé en mis amigos muertos. Pensé en París y en los aguaceros.
Mis dedos tocaron su rostro y mis piernas alejaban las maletas de su cuerpo. No recuerdo nada de ese instante tan corto y doloroso. Me apartó con un abrazo, eso lo sé. Después todo es un sueño, una suposición amarga. Dio unos pasos y subió a un auto que la esperaba, luego el aeropuerto y durante todo ese trayecto mis manos seguían acariciando sus pómulos. Me duele todavía haberme quedado en casa. Sara se fue un jueves por la mañana y yo no pude reunir los pedazos de mi cuerpo hasta el domingo de hace un tiempo.
Tenía veinte años y  tuve miedo. Me acobardé un viernes de enero, frente a un ordenador que centelleaba un precio que cabía en la palma de mi mano. Tuve Paris a unos segundos de distancia. Tenía a Sara sonriéndome en la oreja y palmeando mi espalda con cariño. Entonces pensé en mi vida, en mi juventud apenas celebrándose y en un futuro tan oscuro como resulta ser ahora mi presente. Pensé en mi madre preocupada… Tenía veinte años y un ancla echada a las montañas.

Tengo veintisiete años y todavía estoy sentado en esta ciudad tan tristemente encantadora.
Tengo veintisiete años y otra vez me quedo tumbado mirando el techo.
Tengo veintisiete años y, necio, todavía espero morir en Paris con aguacero.
Tengo veintisiete años y también tengo de aquel día ya el recuerdo.
Tengo veintisiete años y miserablemente espero.


2 de marzo de 2015

Amigos


I

Hace casi un mes bebí con Góngora en su nuevo departamento. Tenía ya muchos meses sin verlo y me había perdido muchas cosas. Ahora vive con otro compañero, un hombre superior, uno de esos hombres que son la personificación de la fuerza destructora de la naturaleza. Todo, sin embargo, seguía sintiéndose igual. Los pequeños cambios en su personalidad, en su cuerpo, los percibo casi como una asimilación de su entorno, una aceptación del destino que él mismo decidió. Le va bien.
Mis manos buscaban los trozos del cigarro que se había roto en la bolsa de la chamarra, y mis labios chupaban el último cigarro sano que me quedaba. Había cerveza y conversaciones que en realidad se escurrían por los bordes de lo cotidiano. Había cerveza y tiempo. Conversamos y nos arrinconábamos en los temas que sabemos que nos interesan; nos replegábamos contra las cuerdas en el ring de la literatura que nos tocó confrontar. En realidad no decíamos nada. Reíamos. Reímos como las cervezas mandan.
En la madrugada, después de fumar unos horribles cigarros extranjeros que alguien le obsequió, estiraba las piernas mientras gritaba insultos infantiles, inútiles, que jamás escucharía el Cortázar novelista al que tanto desprecio le tengo. Recuerdo que movía mis manos y que mis labios se fruncían con evidente rabia; recuerdo el rostro de Góngora, sus ojos y sus manos. Toda la calma del mundo inflama su pecho, toda la calma del mundo cabe entre sus dedos.
Él no es como nosotros. No, él es mejor.
Pero entre cada largo trago de cerveza, en cada cigarro que enciende, a cada bocanada de hash que cierra sus ojos, recuerdo que las esperanzas aquí se pudren muy rápido. Él no es como nosotros, él tiene todas las virtudes que a nosotros nos faltan.
Huir es el remedio más certero.
Huir es su única oportunidad.


II

Son las cuatro de la mañana y escucho un disco que apenas recordaba.

Son las cuatro de la mañana y entre los acordes escucho las risas de Ángel que recuerda algo que calla. Nunca he conocido realmente lo que piensa, lo que quiere. Al fondo del cuarto escucho los pies de Carlos golpeando el piso al ritmo de Double Clutching mientras murmura alguna historia sobre alguna de sus mujeres. Coltrane viene a golpearnos, a despertarnos. No hacemos nada que no sea beber y conversar al compás de la música que vamos descubriendo. Las palabras dicen menos que la música que compartimos. Estamos sentados en este cuarto oscuro con botellas vacías delimitando nuestros espacios personales. Las luces de nuestros cigarros dibujan figurillas en el aire denso. Nuestras risas se escuchan rebotar de pared en pared. Edgar, con sus sonrisa que se cuelga de cada cigarro,  grita y alguien, nunca sabré quién, lanza una botella que se estrella en la ventana. Los vidrios caen y se quedan quietos también, escuchando nuestras risas. Estamos borrachos y felices. Lo tenemos todo. Somos felices porque todo está jodido y lo sabemos; porque todo podría estar peor; porque hemos sobrevivido el inicio de la demencia; porque nuestros padres aún no nos odian. Gritamos acordes e inventamos letras. Golpeamos las botellas contra el suelo. Coltrane sale corriendo y entra Bird  a tomar el control de la noche. Nos levantamos y nos apilamos en un colchón que reposa su tristeza contra el suelo. Nos golpeamos un poco para comprobar que estamos vivos. Todos sentimos el dolor, el calor del hambre y entonces, con alivio, sonreímos.

Todo está jodido. Pero en el fondo Cascades nos recuerda que Oliver Nelson también sabe gritar con una fuerza espectacular. Gritamos para que también a nosotros nos recuerden.

5 de enero de 2015

El adiós



I

Amanecí entre nubes. La tierra acumulada sobre los santos me reclamaba el tiempo, la espera, el olvido. Un cajón de madera vieja, podrida por las gotas de lluvia que se cuelan entre las pesadas tejas de barro, me sirve de mesa. Desayuno un pan reseco y una naranja que se regocija en su jugo amargo (¡Saborea el dolor de mi muerte, de mis hermanas, de las hijas que duermen en mi vientre!). Afuera el sol todavía intenta despegarse de su almohada de nubes, como si quisiera quedarse postrado en el horizonte en un frío amanecer perpetuo. Siento el rocío sobre mi cabello sucio; siento el rocío sobre las cobijas polvorientas; siento el rocío sobre el pasto que crece en el dintel de la puerta. Todo está húmedo, cubierto por esa tierra pesada que se fija en los recovecos y se adhiere a las pieles extranjeras. Estoy perdido. Estoy perdido porque no sé por dónde escapar de esta montaña, porque no sé en qué dirección se encuentra mi hogar.

II

Ayer estuve acostado todo el día, entre las sábanas y las hojas secas que caen a cada rato del techo. Estoy enfermo. La lluvia llegó por sorpresa y no pude resguardarme a tiempo. No había donde resguardarse. Aprendí a temerle a los árboles poco después del primer trueno. El mundo explotó frente a mi rostro en un rugir luminoso que partió algunas ramas. Yo lo vi todo, desde lejos, desde varios kilómetros que no me alejaban lo suficiente. Ahora le temo a los árboles y a los truenos. Al cielo siempre le he temido. Pasé la tormenta al ritmo de mis pasos. Estoy enfermo y recostado en mi propia miseria. Quizá esto sea un castigo por detener mis pasos, por tener miedo de seguir andando, por aferrarme a una frontera. Pero el sur me parecía tan lejano…

III

Miro el cristo de hierro que reposa sobre la viga superior de la ventana. En su rostro encuentro la memoria de los pobres habitantes de este cuarto, esos prisioneros tan felices. Enciendo un cigarro y tarareo una canción que aprendí de los hombres que ahora caminan empinadas cuestas para llegar a la capilla de la Virgen de la Soledad. Escucho las voces de las mujeres más viejas y los cantos potentes y agónicos de los hombres. Tener fe, tener fe, tener esperanza. No, no tengo una vida dulce; no tengo una vida dulce que atesorar en el destierro de la vejez más indigna. Hace años estuve en la Basílica de Nuestra Señora de la Soledad, entre hombres que lloraban los cantos más dulces que he escuchado en mi vida. Tuve miedo, un miedo terrible que estrujaba mi rostro a cada gemido o grito melódico que salía de las gargantas de aquellos hombres ebrios. No tenía fe, ni esperanza, ni un motivo para caminar o para volver. Estaba solo, solo como los cristos que cuelgan en las paredes de los bares,  como las lágrimas de las mujeres que lloran el hambre del mezcal. No tengo hogar. No, yo nunca he colgado cristo en una pared vacía.

IV

Hoy fui a la capilla. Hoy nadie reza. Tres cruces blancas con tres altas banderas rojas ondeando en lo alto de un cerro despoblado. Un pequeño altar con floreros y suelo de cantera verde. Una virgen doliente y oscurecida por el tiempo que ha pasado encerrada tras ese vidrio rajado. No sé qué hago aquí. Hace unos meses todas las familias peregrinaron a este altar. Bebieron y cantaron, como se debe honrar a los Dioses. Se hincaron y lloraron, como se debe amar a las madres. Todos cumplieron con un deber que les han heredado sus abuelos, los abuelos de sus abuelos. Ojalá yo tuviera un abuelo. Pero no, yo llegué a este lugar a sentarme y fumar bajo el frío sol de la montaña. Esto no es como la gran Basílica y su plaza llena de niños juguetones y puestecillos de nieves exiliadas. Esto es un monte puro y agónico. Por eso la mirada de la virgen se carga de una tristeza más profunda. Miro sus ojos llorosos a través del vidrio; miro sus manos suplicantes reposando, tensas, preocupadas, sobre su pecho inflamado en un suspiro; veo las tres gruesas lágrimas de cera ennegrecida aferradas a las mejillas pálidas; observo su manto de una tela negrísima y a penas bordada, tan diferente a la virgen que reposa en la Basílica con su patética opulencia; miro su pobre altar de piedra áspera y entonces lo veo todo…