A Chapultepec
lo recuerdo con un cariño especial, con ese amor infantil que se produce en la
tierra y en el agua. Fui feliz entre los gritos y los patos; sobre el pasto grueso
y los adoquines ásperos. Caminaba de la mano de mi mamá y sujetando el pantalón
de mi papá con ansiedad juguetona. Entonces todo el mundo me era desconocido.
Los juegos de otros niños me sorprendían, pero no los envidiaba. En mis ojos se
sentía la sorpresa verde de los árboles. Yo envidiaba los juegos de las
ardillas y el nado violento de los patos. Mi mamá me explicaba todo. Supe
entonces que los patos y las ardillas sienten dolor y hambre; supe que sienten
dolor y que yo, aunque quisiera, no podría hacer nada para rescatarlos de su
vida. En las palabras de mi mamá estaba el mundo, estaba la vida. En los
hombros de mi papá estaba el viento y la sonrisa. Mi papá me explicaba las
cosas a su manera, con caminatas y con la experiencia de las montañas. Si
preguntaba cualquier cosa sobre los viejos árboles, mi papá me llevaba hasta
ellos y me hacía tocarlos, olerlos. Me señalaba todo y tocaba con sus manos lo
mismo que yo tocaría. Luego corríamos a buscar a mamá cubiertos de polvo, sudor
y alegría. Yo no quiero olvidar ese bosque de mi infancia.
Caminé por
el mundo desde muy joven. A los doce años aprendí a dominar el transporte
público con la fluidez que mis miedos permitían. A los quince descubrí que en
esta ciudad podía llegar caminando a casi cualquier sitio que quisiera.
Entonces mi mundo estaba dentro de los límites de la ciudad; afuera estaba los
desconocido, lo verdaderamente imposible. Usaba el metro y mis pies, usaba mi
tiempo en pasear. Era un adolescente sin futuro y todavía no lo sabía. En esa
época me gustaba llegar desde Constituyentes. Bajaba del metro y sentía la
corriente de aire que nace entre los árboles. Huía del calor de los autos que
pasaban desesperados a mi lado. Los senderos ya conocían mis pies y siempre
terminaba en el mismo sitio. Tenía dieciséis años y me gustaba sentarme a la
orilla del lago con la gran casa a mis espaldas mientras escuchaba el rumor de
la multitud y el constante movimiento de las lanchas de madera que se adentraban
en el verdor del agua. La sombra de ese árbol que empujó una enorme rama casi
hasta tocar el lago me permitía sentarme durante horas. En ese lugar planeé mis
primeros viajes, mis primeras aventuras. Nunca me sentí sólo en ese pequeño pedazo
de sombra.
Ahora que recuerdo
mi infancia en la ciudad, conozco la tristeza del progreso, la
nostalgia de la vejez temprana. Nada es lo mismo. La ciudad cambió y sepulta
cada día los recuerdos de mi niñez.
Camino ahora
por este Chapultepec de mis casi treinta años y no encuentro el silencio, ni la
aventura. El bullicio de los niños y los vendedores me provoca un terrible
dolor en el alma. Ya nada es lo mismo. Mis pasos ahora tienen prisa, deben de
andar con prisa. Chapultepec me hace sentir el paso del tiempo machacando mis
ojos. Observo las lanchas de plástico y veo a las personas pedalear con sus
enormes chalecos salvavidas y siento un golpe en el estómago que me deja sin
aliento. Siento la energía desbordándose de los niños y siento que mi vida está
completamente detenida en un instante que poco a poco pierde sentido. No sé… Yo
no quiero olvidar ese bosque de mi infancia.
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