I
Amanecí entre nubes. La tierra acumulada sobre los
santos me reclamaba el tiempo, la espera, el olvido. Un cajón de madera vieja,
podrida por las gotas de lluvia que se cuelan entre las pesadas tejas de barro,
me sirve de mesa. Desayuno un pan reseco y una naranja que se regocija en su
jugo amargo (¡Saborea el dolor de mi muerte, de mis hermanas, de las hijas que
duermen en mi vientre!). Afuera el sol todavía intenta despegarse de su
almohada de nubes, como si quisiera quedarse postrado en el horizonte en un
frío amanecer perpetuo. Siento el rocío sobre mi cabello sucio; siento el rocío
sobre las cobijas polvorientas; siento el rocío sobre el pasto que crece en el
dintel de la puerta. Todo está húmedo, cubierto por esa tierra pesada que se
fija en los recovecos y se adhiere a las pieles extranjeras. Estoy perdido.
Estoy perdido porque no sé por dónde escapar de esta montaña, porque no sé en
qué dirección se encuentra mi hogar.
II
Ayer estuve acostado todo el día, entre las sábanas
y las hojas secas que caen a cada rato del techo. Estoy enfermo. La lluvia
llegó por sorpresa y no pude resguardarme a tiempo. No había donde resguardarse.
Aprendí a temerle a los árboles poco después del primer trueno. El mundo
explotó frente a mi rostro en un rugir luminoso que partió algunas ramas. Yo lo
vi todo, desde lejos, desde varios kilómetros que no me alejaban lo suficiente.
Ahora le temo a los árboles y a los truenos. Al cielo siempre le he temido.
Pasé la tormenta al ritmo de mis pasos. Estoy enfermo y recostado en mi propia
miseria. Quizá esto sea un castigo por detener mis pasos, por tener miedo de
seguir andando, por aferrarme a una frontera. Pero el sur me parecía tan lejano…
III
Miro el cristo de hierro que reposa sobre la viga
superior de la ventana. En su rostro encuentro la memoria de los pobres
habitantes de este cuarto, esos prisioneros tan felices. Enciendo un cigarro y
tarareo una canción que aprendí de los hombres que ahora caminan empinadas cuestas
para llegar a la capilla de la Virgen de la Soledad. Escucho las voces de las
mujeres más viejas y los cantos potentes y agónicos de los hombres. Tener fe,
tener fe, tener esperanza. No, no tengo una vida dulce; no tengo una vida dulce
que atesorar en el destierro de la vejez más indigna. Hace años estuve en la
Basílica de Nuestra Señora de la Soledad, entre hombres que lloraban los cantos
más dulces que he escuchado en mi vida. Tuve miedo, un miedo terrible que
estrujaba mi rostro a cada gemido o grito melódico que salía de las gargantas
de aquellos hombres ebrios. No tenía fe, ni esperanza, ni un motivo para
caminar o para volver. Estaba solo, solo como los cristos que cuelgan en las paredes
de los bares, como las lágrimas de las
mujeres que lloran el hambre del mezcal. No tengo hogar. No, yo nunca he
colgado cristo en una pared vacía.
IV
Hoy fui a la capilla. Hoy nadie reza. Tres cruces
blancas con tres altas banderas rojas ondeando en lo alto de un cerro
despoblado. Un pequeño altar con floreros y suelo de cantera verde. Una virgen
doliente y oscurecida por el tiempo que ha pasado encerrada tras ese vidrio
rajado. No sé qué hago aquí. Hace unos meses todas las familias peregrinaron a
este altar. Bebieron y cantaron, como se debe honrar a los Dioses. Se hincaron
y lloraron, como se debe amar a las madres. Todos cumplieron con un deber que
les han heredado sus abuelos, los abuelos de sus abuelos. Ojalá yo tuviera un
abuelo. Pero no, yo llegué a este lugar a sentarme y fumar bajo el frío sol de
la montaña. Esto no es como la gran Basílica y su plaza llena de niños
juguetones y puestecillos de nieves exiliadas. Esto es un monte puro y agónico.
Por eso la mirada de la virgen se carga de una tristeza más profunda. Miro sus
ojos llorosos a través del vidrio; miro sus manos suplicantes reposando,
tensas, preocupadas, sobre su pecho inflamado en un suspiro; veo las tres
gruesas lágrimas de cera ennegrecida aferradas a las mejillas pálidas; observo
su manto de una tela negrísima y a penas bordada, tan diferente a la virgen que
reposa en la Basílica con su patética opulencia; miro su pobre altar de piedra
áspera y entonces lo veo todo…