5 de enero de 2015

El adiós



I

Amanecí entre nubes. La tierra acumulada sobre los santos me reclamaba el tiempo, la espera, el olvido. Un cajón de madera vieja, podrida por las gotas de lluvia que se cuelan entre las pesadas tejas de barro, me sirve de mesa. Desayuno un pan reseco y una naranja que se regocija en su jugo amargo (¡Saborea el dolor de mi muerte, de mis hermanas, de las hijas que duermen en mi vientre!). Afuera el sol todavía intenta despegarse de su almohada de nubes, como si quisiera quedarse postrado en el horizonte en un frío amanecer perpetuo. Siento el rocío sobre mi cabello sucio; siento el rocío sobre las cobijas polvorientas; siento el rocío sobre el pasto que crece en el dintel de la puerta. Todo está húmedo, cubierto por esa tierra pesada que se fija en los recovecos y se adhiere a las pieles extranjeras. Estoy perdido. Estoy perdido porque no sé por dónde escapar de esta montaña, porque no sé en qué dirección se encuentra mi hogar.

II

Ayer estuve acostado todo el día, entre las sábanas y las hojas secas que caen a cada rato del techo. Estoy enfermo. La lluvia llegó por sorpresa y no pude resguardarme a tiempo. No había donde resguardarse. Aprendí a temerle a los árboles poco después del primer trueno. El mundo explotó frente a mi rostro en un rugir luminoso que partió algunas ramas. Yo lo vi todo, desde lejos, desde varios kilómetros que no me alejaban lo suficiente. Ahora le temo a los árboles y a los truenos. Al cielo siempre le he temido. Pasé la tormenta al ritmo de mis pasos. Estoy enfermo y recostado en mi propia miseria. Quizá esto sea un castigo por detener mis pasos, por tener miedo de seguir andando, por aferrarme a una frontera. Pero el sur me parecía tan lejano…

III

Miro el cristo de hierro que reposa sobre la viga superior de la ventana. En su rostro encuentro la memoria de los pobres habitantes de este cuarto, esos prisioneros tan felices. Enciendo un cigarro y tarareo una canción que aprendí de los hombres que ahora caminan empinadas cuestas para llegar a la capilla de la Virgen de la Soledad. Escucho las voces de las mujeres más viejas y los cantos potentes y agónicos de los hombres. Tener fe, tener fe, tener esperanza. No, no tengo una vida dulce; no tengo una vida dulce que atesorar en el destierro de la vejez más indigna. Hace años estuve en la Basílica de Nuestra Señora de la Soledad, entre hombres que lloraban los cantos más dulces que he escuchado en mi vida. Tuve miedo, un miedo terrible que estrujaba mi rostro a cada gemido o grito melódico que salía de las gargantas de aquellos hombres ebrios. No tenía fe, ni esperanza, ni un motivo para caminar o para volver. Estaba solo, solo como los cristos que cuelgan en las paredes de los bares,  como las lágrimas de las mujeres que lloran el hambre del mezcal. No tengo hogar. No, yo nunca he colgado cristo en una pared vacía.

IV

Hoy fui a la capilla. Hoy nadie reza. Tres cruces blancas con tres altas banderas rojas ondeando en lo alto de un cerro despoblado. Un pequeño altar con floreros y suelo de cantera verde. Una virgen doliente y oscurecida por el tiempo que ha pasado encerrada tras ese vidrio rajado. No sé qué hago aquí. Hace unos meses todas las familias peregrinaron a este altar. Bebieron y cantaron, como se debe honrar a los Dioses. Se hincaron y lloraron, como se debe amar a las madres. Todos cumplieron con un deber que les han heredado sus abuelos, los abuelos de sus abuelos. Ojalá yo tuviera un abuelo. Pero no, yo llegué a este lugar a sentarme y fumar bajo el frío sol de la montaña. Esto no es como la gran Basílica y su plaza llena de niños juguetones y puestecillos de nieves exiliadas. Esto es un monte puro y agónico. Por eso la mirada de la virgen se carga de una tristeza más profunda. Miro sus ojos llorosos a través del vidrio; miro sus manos suplicantes reposando, tensas, preocupadas, sobre su pecho inflamado en un suspiro; veo las tres gruesas lágrimas de cera ennegrecida aferradas a las mejillas pálidas; observo su manto de una tela negrísima y a penas bordada, tan diferente a la virgen que reposa en la Basílica con su patética opulencia; miro su pobre altar de piedra áspera y entonces lo veo todo…