29 de mayo de 2015

3 inicios*

*Ojalá sobrevivan y se conviertan en algo.


Estoy cansado de esta cama tan dura; de ese polvo grueso que cae sobre mis sábanas y se me pega al cuerpo. Quisiera dormir y olvidarme de todo, pero me resulta imposible dejar de soñar, de ver esas imágenes que me han marcado la memoria. Cuando era niño mis padres me defendían de esos sueños malos que aparecen en los días de lluvia, o en las noches sin luna. Hoy estoy sólo en este mismo cuarto largo en donde se han velado los cadáveres de toda mi familia. Hace un par de años en el mismo lugar que ahora ocupa mi cama se encontraba el triste cajón que contenía el cuerpo de mi padre. Todos los días lo recuerdo. Recuerdo también que a mi madre la tendieron sobre un petate roído con sus cuatro cirios guardianes y seis floreros con azucenas casi marchitas. Las señoras que le rezaron se hincaron en el mismo lugar que ahora ocupa mi mesa. No hay escapatoria. Cada rincón, cada adobe, está marcado con un momento, con una despedida o un suceso feliz que aún no olvido. Ojalá fuera más fácil vivir aquí, pero no tengo nada más qué hacer. Esta es mi casa y esta es mi vida.



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El dolor en las manos lo hacía gritar, casi aullar, mientras se retorcía entre las sábanas mugrientas de aquel cuarto oscuro. Paredes altas como murallas guardianes, como una tumba prematura. El techo de teja tan viejo como el mismo polvo dejaba pasar las flores secas que se desprendían de los árboles y volaban, ya muertas, hacia el destino inmundo de aquél cuarto. Ya nada se podía hacer. Entre la tierra amarilla que cubría el suelo se empezaba a formar esa masa asquerosa de sangre y escupitajos densos; de basura y dolor intenso. Los pies, los pies que tanto habían caminado, que habían conquistado tantas rocas y caminos, fueron los primeros en enfriarse. Sobre su tumba dormirán los perros más bravos del pueblo, esos que salen por las noches a espantar  los coyotes sólo con sus dientes blancos y afilados. Sobre su tumba el mezcal y los cigarros descansarán por un tiempo. Sobre su tumba las flores se secaran casi al instante. Nada bueno quedará después de su muerte. Nada. La música se escucha al fondo, en la lejanía incalculable de las montañas. La música se escucha tenue, burlona, como si se supiera ya que Crecencio Morales había muerto. 



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Recuerdo el viento tibio de marzo sacudiendo las hojas muertas que se aferran a la esperanza de las ramas reverdecientes de los árboles. Santa Lucía es mi pueblo, mi hogar, sin embargo, a pesar de todos mis esfuerzos, me es imposible recordar un solo instante feliz de mi infancia o de mi juventud temprana entre este monte boscoso. Yo crecí aquí, con mis padres y mis abuelos. Yo huí de este polvo caliente y áspero. Recuerdo el polvo y la lluvia. Recuerdo las cortinas largas y violentas de gotas grandes y frías que se veían venir con su olor a tierra mojada. Supongo que ese instante anterior a la lluvia es el único recuerdo feliz que conservo de este pueblo. Hoy quiero recordar.

-¡Sírveme otro trago, chula!
-¡Págueme primero ese!

Al fondo del jardín las mesas se conservan intactas, sucias, marcadas por los cigarros que se dejan olvidados en su borde. Desde que regresé a Santa Lucía vengo a este horroroso jardín a beber hasta el olvido junto a los hombres del pueblo. Un par de mesas largas de madera y sillas plegables de metal me dan la bienvenida. Rebeca es la dueña y quizá mi única amiga. Sólo durante ese periodo tan corto de la embriaguez me salen las palabras. A veces, entre trago y trago, me da por reconocer en esos rostros hinchados de mezcal los rasgos curiosos de mis amigos de la infancia. Todos ellos parecen viejos, sin esperanza. Este rancho le pertenecía al viejo Albino y ahora ya nomás queda la Rebeca con sus carnes flácidas y abundantes. Ella se quedó con todos los terrenos de Albino, pero de nada le sirven. Todo pareciera estar muerto. Los pocos jóvenes que se quedaron están aquí sentados a mi lado, con el vapor del mezcal escapándose de sus bocas serias. Yo regresé porque no me quedaba otra opción. Allá, en la ciudad, no me queda nada. Y aún con el dolor del fracaso, me siento emocionado de mi regreso. Ahora es el  silencio el que me abraza por las noches mientras intento ocultar el miedo que me provoca dormir en mi nueva cama. Ya no hablo con nadie a menos que este aquí, bebiendo. No tengo para qué. Me ven con un gesto de duda, de odio, de asco. Ya tampoco pertenezco aquí, pero qué le voy a hacer.