Santo Domingo
Caen los
muros desde el cielo azul profundo en una cortina verde suave, temerosa del monótono
patrón geométrico del suelo. Al fondo el verdor agonizante de los altos montes acaricia
desesperado el gris furioso de las nubes de junio. Piedra, todo es piedra y
tierra. Los árboles y los hombres adornan las esquinas sombrías, las jardineras
bajas que piden piedad a la basura. Todo color es un olor. El azul intenso del
cielo lejano huele a lluvia, a tormenta; las piedras ásperas del suelo despiden su
aroma a vida difícil, a pobreza, a suciedad de turistas felices; el verde de la
cantera huele a misterio, a incienso y oro viejo. Las puertas abiertas nos
muestran la oscuridad de la riqueza.
El Tule.
La sombra se
impone más que las ramas que cuelgan, impasibles, en fantásticas figuras
imposibles de ignorar. Las rejas que lo resguardan me gritan el precio de la
naturaleza. Pienso en el bosque perdido, en los hermanos del abuelo, en las
flores y en esos animales que apenas se recuerdan cuando un niño los imagina
entre los nudos del gigante.
La
Independencia
Corre el
mezcal sobre la barra de madera vieja. Estoy sentado en un banco tan triste
como mis propios ojos. No entiendo esta obscuridad de ventanas abiertas. Volteo
la cabeza y miro las rejas negras y el resplandor de la calle a mediodía. Un
par de botellas vacías se aferran a la mesa de un hombre que poco a poco se va
quedando dormido sobre sus brazos sucios de grasa y tierra negra. Tengo hambre,
pero el comer me retrasa los sueños de la borrachera. La televisión me grita en
el oído sordo. No tengo problemas. Sonrío y la señora que atiende la barra
también sonríe sin saber por qué. Miro el techo alto y las vigas de madera ennegrecida;
miro las botellas polvorientas que reposan en repisas de vidrio polarizado;
miro la suciedad que me rodea y, por más que quisiera negarlo, me siento feliz. La cerveza y mezcal son baratos, tan baratos como para sentirme en casa.
El
Pañuelito.
El gigante
de oro ha quedado atrás. Todo se encoge. El cielo y la calle se hicieron pequeñitos
ante mis pasos distraídos. Un jardín que no esconde nada más que su existencia
propia. Estuve aquí hace algunos años, no recuerdo cuántos, y escuché canciones
que resonaban en las fachadas cercanas. Las paredes altas de Santo Domingo se
burlan de mis pasos titubeantes. Las altas palmeras me miran también con
desconfianza. Huyo de toda mirada, huyo de todo sonido. Subo a las ramas de ese
hermoso árbol inclinado que descansa sobre la tierra roja de una jardinera
elevada. Entonces duermo entre la fresca sombra de lo invisible.