16 de diciembre de 2014

Cuatro visiones oaxaqueñas

Santo Domingo
Caen los muros desde el cielo azul profundo en una cortina verde suave, temerosa del monótono patrón geométrico del suelo. Al fondo el verdor agonizante de los altos montes acaricia desesperado el gris furioso de las nubes de junio. Piedra, todo es piedra y tierra. Los árboles y los hombres adornan las esquinas sombrías, las jardineras bajas que piden piedad a la basura. Todo color es un olor. El azul intenso del cielo lejano huele a lluvia, a tormenta; las piedras ásperas del suelo despiden su aroma a vida difícil, a pobreza, a suciedad de turistas felices; el verde de la cantera huele a misterio, a incienso y oro viejo. Las puertas abiertas nos muestran la oscuridad de la riqueza.


El Tule.

La sombra se impone más que las ramas que cuelgan, impasibles, en fantásticas figuras imposibles de ignorar. Las rejas que lo resguardan me gritan el precio de la naturaleza. Pienso en el bosque perdido, en los hermanos del abuelo, en las flores y en esos animales que apenas se recuerdan cuando un niño los imagina entre los nudos del gigante.

La Independencia

Corre el mezcal sobre la barra de madera vieja. Estoy sentado en un banco tan triste como mis propios ojos. No entiendo esta obscuridad de ventanas abiertas. Volteo la cabeza y miro las rejas negras y el resplandor de la calle a mediodía. Un par de botellas vacías se aferran a la mesa de un hombre que poco a poco se va quedando dormido sobre sus brazos sucios de grasa y tierra negra. Tengo hambre, pero el comer me retrasa los sueños de la borrachera. La televisión me grita en el oído sordo. No tengo problemas. Sonrío y la señora que atiende la barra también sonríe sin saber por qué. Miro el techo alto y las vigas de madera ennegrecida; miro las botellas polvorientas que reposan en repisas de vidrio polarizado; miro la suciedad que me rodea y, por más que quisiera negarlo, me siento feliz. La cerveza y mezcal son baratos, tan baratos como para sentirme en casa.

El Pañuelito.


El gigante de oro ha quedado atrás. Todo se encoge. El cielo y la calle se hicieron pequeñitos ante mis pasos distraídos. Un jardín que no esconde nada más que su existencia propia. Estuve aquí hace algunos años, no recuerdo cuántos, y escuché canciones que resonaban en las fachadas cercanas. Las paredes altas de Santo Domingo se burlan de mis pasos titubeantes. Las altas palmeras me miran también con desconfianza. Huyo de toda mirada, huyo de todo sonido. Subo a las ramas de ese hermoso árbol inclinado que descansa sobre la tierra roja de una jardinera elevada. Entonces duermo entre la fresca sombra de lo invisible.