Estoy cansado de esta cama tan dura; de ese polvo grueso que cae sobre
mis sábanas y se me pega al cuerpo. Quisiera dormir y olvidarme de todo, pero
me resulta imposible dejar de soñar, de ver esas imágenes que me han marcado la
memoria. Cuando era niño mis padres me defendían de esos sueños malos que
aparecen en los días de lluvia, o en las noches sin luna. Hoy estoy sólo en
este mismo cuarto largo en donde se han velado los cadáveres de toda mi
familia. Hace un par de años en el mismo lugar que ahora ocupa mi cama se
encontraba el triste cajón que contenía el cuerpo de mi padre. Todos los días
lo recuerdo. Recuerdo también que a mi madre la tendieron sobre un petate roído
con sus cuatro cirios guardianes y seis floreros con azucenas casi marchitas.
Las señoras que le rezaron se hincaron en el mismo lugar que ahora ocupa mi
mesa. No hay escapatoria. Cada rincón, cada adobe, está marcado con un momento,
con una despedida o un suceso feliz que aún no olvido. Ojalá fuera más fácil
vivir aquí, pero no tengo nada más qué hacer. Esta es mi casa y esta es mi
vida.
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El dolor en las manos lo hacía gritar, casi aullar, mientras se
retorcía entre las sábanas mugrientas de aquel cuarto oscuro. Paredes altas
como murallas guardianes, como una tumba prematura. El techo de teja tan viejo
como el mismo polvo dejaba pasar las flores secas que se desprendían de los
árboles y volaban, ya muertas, hacia el destino inmundo de aquél cuarto. Ya
nada se podía hacer. Entre la tierra amarilla que cubría el suelo se empezaba a
formar esa masa asquerosa de sangre y escupitajos densos; de basura y dolor
intenso. Los pies, los pies que tanto habían caminado, que habían conquistado
tantas rocas y caminos, fueron los primeros en enfriarse. Sobre su tumba
dormirán los perros más bravos del pueblo, esos que salen por las noches a
espantar los coyotes sólo con sus
dientes blancos y afilados. Sobre su tumba el mezcal y los cigarros descansarán
por un tiempo. Sobre su tumba las flores se secaran casi al instante. Nada
bueno quedará después de su muerte. Nada. La música se escucha al fondo, en la
lejanía incalculable de las montañas. La música se escucha tenue, burlona, como
si se supiera ya que Crecencio Morales había muerto.
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Recuerdo el viento tibio de marzo sacudiendo las hojas muertas que se
aferran a la esperanza de las ramas reverdecientes de los árboles. Santa Lucía
es mi pueblo, mi hogar, sin embargo, a pesar de todos mis esfuerzos, me es
imposible recordar un solo instante feliz de mi infancia o de mi juventud
temprana entre este monte boscoso. Yo crecí aquí, con mis padres y mis abuelos.
Yo huí de este polvo caliente y áspero. Recuerdo el polvo y la lluvia. Recuerdo
las cortinas largas y violentas de gotas grandes y frías que se veían venir con
su olor a tierra mojada. Supongo que ese instante anterior a la lluvia es el
único recuerdo feliz que conservo de este pueblo. Hoy quiero recordar.
-¡Sírveme otro trago, chula!
-¡Págueme primero ese!
Al fondo del jardín las mesas se conservan intactas, sucias, marcadas
por los cigarros que se dejan olvidados en su borde. Desde que regresé a Santa
Lucía vengo a este horroroso jardín a beber hasta el olvido junto a los hombres
del pueblo. Un par de mesas largas de madera y sillas plegables de metal me dan
la bienvenida. Rebeca es la dueña y quizá mi única amiga. Sólo durante ese
periodo tan corto de la embriaguez me salen las palabras. A veces, entre trago
y trago, me da por reconocer en esos rostros hinchados de mezcal los rasgos
curiosos de mis amigos de la infancia. Todos ellos parecen viejos, sin
esperanza. Este rancho le pertenecía al viejo Albino y ahora ya nomás queda la
Rebeca con sus carnes flácidas y abundantes. Ella se quedó con todos los
terrenos de Albino, pero de nada le sirven. Todo pareciera estar muerto. Los
pocos jóvenes que se quedaron están aquí sentados a mi lado, con el vapor del
mezcal escapándose de sus bocas serias. Yo regresé porque no me quedaba otra
opción. Allá, en la ciudad, no me queda nada. Y aún con el dolor del fracaso,
me siento emocionado de mi regreso. Ahora es el silencio el que me abraza por las noches
mientras intento ocultar el miedo que me provoca dormir en mi nueva cama. Ya no
hablo con nadie a menos que este aquí, bebiendo. No tengo para qué. Me ven con
un gesto de duda, de odio, de asco. Ya tampoco pertenezco aquí, pero qué le voy
a hacer.
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