I
Hace casi un
mes bebí con Góngora en su nuevo departamento. Tenía ya muchos meses sin verlo
y me había perdido muchas cosas. Ahora vive con otro compañero, un hombre
superior, uno de esos hombres que son la personificación de la fuerza destructora
de la naturaleza. Todo, sin embargo, seguía sintiéndose igual. Los pequeños
cambios en su personalidad, en su cuerpo, los percibo casi como una asimilación
de su entorno, una aceptación del destino que él mismo decidió. Le va bien.
Mis manos
buscaban los trozos del cigarro que se había roto en la bolsa de la chamarra, y
mis labios chupaban el último cigarro sano que me quedaba. Había cerveza y
conversaciones que en realidad se escurrían por los bordes de lo cotidiano.
Había cerveza y tiempo. Conversamos y nos arrinconábamos en los temas que
sabemos que nos interesan; nos replegábamos contra las cuerdas en el ring de la
literatura que nos tocó confrontar. En realidad no decíamos nada. Reíamos.
Reímos como las cervezas mandan.
En la
madrugada, después de fumar unos horribles cigarros extranjeros que alguien le
obsequió, estiraba las piernas mientras gritaba insultos infantiles, inútiles,
que jamás escucharía el Cortázar novelista al que tanto desprecio le tengo. Recuerdo
que movía mis manos y que mis labios se fruncían con evidente rabia; recuerdo
el rostro de Góngora, sus ojos y sus manos. Toda la calma del mundo inflama su
pecho, toda la calma del mundo cabe entre sus dedos.
Él no es
como nosotros. No, él es mejor.
Pero entre
cada largo trago de cerveza, en cada cigarro que enciende, a cada bocanada de
hash que cierra sus ojos, recuerdo que las esperanzas aquí se pudren muy
rápido. Él no es como nosotros, él tiene todas las virtudes que a nosotros nos
faltan.
Huir es el
remedio más certero.
Huir es su
única oportunidad.
II
Son las
cuatro de la mañana y escucho un disco que apenas recordaba.
Son las
cuatro de la mañana y entre los acordes escucho las risas de Ángel que recuerda
algo que calla. Nunca he conocido realmente lo que piensa, lo que quiere. Al
fondo del cuarto escucho los pies de Carlos golpeando el piso al ritmo de Double Clutching mientras murmura alguna
historia sobre alguna de sus mujeres. Coltrane
viene a golpearnos, a despertarnos. No hacemos nada que no sea beber y
conversar al compás de la música que vamos descubriendo. Las palabras dicen
menos que la música que compartimos. Estamos sentados en este cuarto oscuro con
botellas vacías delimitando nuestros espacios personales. Las luces de nuestros
cigarros dibujan figurillas en el aire denso. Nuestras risas se escuchan
rebotar de pared en pared. Edgar, con sus sonrisa que se cuelga de cada
cigarro, grita y alguien, nunca sabré
quién, lanza una botella que se estrella en la ventana. Los vidrios caen y se
quedan quietos también, escuchando nuestras risas. Estamos borrachos y felices.
Lo tenemos todo. Somos felices porque todo está jodido y lo sabemos; porque
todo podría estar peor; porque hemos sobrevivido el inicio de la demencia;
porque nuestros padres aún no nos odian. Gritamos acordes e inventamos letras. Golpeamos
las botellas contra el suelo. Coltrane sale corriendo y entra Bird a tomar el control de la noche. Nos levantamos
y nos apilamos en un colchón que reposa su tristeza contra el suelo. Nos
golpeamos un poco para comprobar que estamos vivos. Todos sentimos el dolor, el
calor del hambre y entonces, con alivio, sonreímos.
Todo está
jodido. Pero en el fondo Cascades nos
recuerda que Oliver Nelson también sabe gritar con una fuerza espectacular.
Gritamos para que también a nosotros nos recuerden.
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