2 de marzo de 2015

Amigos


I

Hace casi un mes bebí con Góngora en su nuevo departamento. Tenía ya muchos meses sin verlo y me había perdido muchas cosas. Ahora vive con otro compañero, un hombre superior, uno de esos hombres que son la personificación de la fuerza destructora de la naturaleza. Todo, sin embargo, seguía sintiéndose igual. Los pequeños cambios en su personalidad, en su cuerpo, los percibo casi como una asimilación de su entorno, una aceptación del destino que él mismo decidió. Le va bien.
Mis manos buscaban los trozos del cigarro que se había roto en la bolsa de la chamarra, y mis labios chupaban el último cigarro sano que me quedaba. Había cerveza y conversaciones que en realidad se escurrían por los bordes de lo cotidiano. Había cerveza y tiempo. Conversamos y nos arrinconábamos en los temas que sabemos que nos interesan; nos replegábamos contra las cuerdas en el ring de la literatura que nos tocó confrontar. En realidad no decíamos nada. Reíamos. Reímos como las cervezas mandan.
En la madrugada, después de fumar unos horribles cigarros extranjeros que alguien le obsequió, estiraba las piernas mientras gritaba insultos infantiles, inútiles, que jamás escucharía el Cortázar novelista al que tanto desprecio le tengo. Recuerdo que movía mis manos y que mis labios se fruncían con evidente rabia; recuerdo el rostro de Góngora, sus ojos y sus manos. Toda la calma del mundo inflama su pecho, toda la calma del mundo cabe entre sus dedos.
Él no es como nosotros. No, él es mejor.
Pero entre cada largo trago de cerveza, en cada cigarro que enciende, a cada bocanada de hash que cierra sus ojos, recuerdo que las esperanzas aquí se pudren muy rápido. Él no es como nosotros, él tiene todas las virtudes que a nosotros nos faltan.
Huir es el remedio más certero.
Huir es su única oportunidad.


II

Son las cuatro de la mañana y escucho un disco que apenas recordaba.

Son las cuatro de la mañana y entre los acordes escucho las risas de Ángel que recuerda algo que calla. Nunca he conocido realmente lo que piensa, lo que quiere. Al fondo del cuarto escucho los pies de Carlos golpeando el piso al ritmo de Double Clutching mientras murmura alguna historia sobre alguna de sus mujeres. Coltrane viene a golpearnos, a despertarnos. No hacemos nada que no sea beber y conversar al compás de la música que vamos descubriendo. Las palabras dicen menos que la música que compartimos. Estamos sentados en este cuarto oscuro con botellas vacías delimitando nuestros espacios personales. Las luces de nuestros cigarros dibujan figurillas en el aire denso. Nuestras risas se escuchan rebotar de pared en pared. Edgar, con sus sonrisa que se cuelga de cada cigarro,  grita y alguien, nunca sabré quién, lanza una botella que se estrella en la ventana. Los vidrios caen y se quedan quietos también, escuchando nuestras risas. Estamos borrachos y felices. Lo tenemos todo. Somos felices porque todo está jodido y lo sabemos; porque todo podría estar peor; porque hemos sobrevivido el inicio de la demencia; porque nuestros padres aún no nos odian. Gritamos acordes e inventamos letras. Golpeamos las botellas contra el suelo. Coltrane sale corriendo y entra Bird  a tomar el control de la noche. Nos levantamos y nos apilamos en un colchón que reposa su tristeza contra el suelo. Nos golpeamos un poco para comprobar que estamos vivos. Todos sentimos el dolor, el calor del hambre y entonces, con alivio, sonreímos.

Todo está jodido. Pero en el fondo Cascades nos recuerda que Oliver Nelson también sabe gritar con una fuerza espectacular. Gritamos para que también a nosotros nos recuerden.

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