Nada de lo
que hago importa. Nada.
Camino la
ciudad o las montañas y me siento solo y vacío, triste, tal vez, pero no podría
asegurar que la tristeza sea un sentimiento familiar a mis entrañas. Subo los
pies a las rocas y echo la cabeza hacia atrás preparando la siesta. Nada pasa
ante mis ojos: las nubes son nubes, y el viento es viento. Despierto ansioso en
medio de altos edificios y mis pies sobre las jardineras de piedra y basura se
comienzan a entumir. Un grito a lo lejos, el rugir de un motor que se apresura
a romper los dedos de algún anciano decrepito. La ciudad se come mis ojos y mis oídos. Ese torbellino
de voces se convierte en zumbido impertinente, de la misma forma que el
silencio del campo se convierte en un murmullo ensordecedor y doloroso. Nada de
lo que digo tiene un propósito. Tal vez por eso me concentro en los árboles y
las nubes; en perros callejeros y prostitutas muertas. Me escapo en los gritos
nocturnos y en el chirriar de los millones de insectos que observan la vida
pasar a lo lejos, sin preocuparse por nada. Entonces doy dos pasos y me siento
cansado del paisaje que me rodea. Quiero salir, pero ese afuera tan temible me
escupe a las entrañas turbias de la ciudad alcantarilla. Nada me calienta las
manos o preocupa a mis labios. Y pienso en los nombres que me significan algo
ahora, en este minuto de este día tan tranquilo. Repito palabras, grito versos
y me doy cuenta del silencio tan profundo que sostiene a mi voz en el aire. No
escucho nada, nada, nada, nada…
No podía
escuchar nada más que el ruidoso estallar del aire sucio y denso del túnel al
golpear contra los vidrios del tren. Mi cabeza baja y mis ojos abiertos, fijos,
ardiendo en el dolor de la pasividad. Veía rostros de hombres que miraban en la
oscuridad pesada del exterior el reflejo exacto de sus ideas; veía los sueños
escurriendo por las bocas entreabiertas de los viajeros que dormían fatigados,
ansiosos del hogar tibio; veía el vómito regado en el suelo del vagón y el
rastro de los pies que habían caminado sobre él con la ignorancia de la prisa.
Bocas moviéndose a mi alrededor y ninguna palabra llegaba a mis oídos. Ese
zumbido infernal, metálico, del viento que se agolpa furioso en mis oídos me
hace sufrir el viaje, el destino y la partida. Son las once de la noche de un
viernes lluvioso y yo estoy apenas consciente del futuro. Tengo frío y mis pies
están cansados del caminar pausado, desordenado, de mi cuerpo. Estoy aburrido.
Miriam es
mamá ahora. Juan, Alejandro, Miguel y Gabriela ahora son un fantasma informe de
rostros olvidados. Ana, Erik, Gilberto, Ángel, Edgar, Rosa, Erika, Patricia,
Magda, Mariela… Todos esos nombres me significan algo, pero tal vez me importan
poco. Asunción es una virgen que concentra en su pecho toda la luz del mundo.
Nada puedo hacer ante ella. Vivo de rodillas, en el mejor de los casos. Los
últimos días he andado arrastrándome sobre el polvo áspero que suben las
montañas en serpenteantes kilómetros de sudor y hierbas olorosas. No tengo nada
que contar, nada he visto, nada. Por eso hablo de la ciudad y del campo con los
mismos adjetivos. Por eso el tiempo siempre pasa lento por mis ojos. Por eso
moriré esperando la gran felicidad de la juventud aventurera. Salí algún día a
pie y con el corazón ligero esperando encontrar el camino abierto y postrado
ante mí. Nunca supe en qué dirección andar y la gran barba del viejo Whitman
lloraba la libertad errática de mis pasos, la desesperación que escurría por mi
rostro. Y volví, como siempre he de hacerlo, a esta ciudad que tanto desprecio
y tanto quiero.
No soy nada.
No entiendo nada. Son las once de la noche de cualquier viernes lluvioso. Estoy
aburrido.
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