23 de septiembre de 2014

La ciudad vacía

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Caminé cientos de veces la misma ruta céntrica con los pasos ebrios y los ojos cerrados. Allende me marcaba el inició de la ruta, del escape, con su aroma a pobreza juvenil y el horrible hedor de los politiquillos (asistentes del secretario del secretario del secretario…) que salen a presumir el diminuto poder que contienen sus cuellos blancos y almidonados. Las calles del centro lucen idénticas de noche, cuando las cortinas de los locales comerciales han cerrado y los anuncios luminosos ya no dan señales de vida. Recuerdo la sensación de caminar buscando algo. Atravesé incontables veces Cinco de Mayo con el puño cerrado y la vista al frente. En una esquina un restaurante de gruesas cortinas rojas me invitaba a escupir en su puerta y gritar maldiciones a los pocos comensales que aún quedaban sentados, tristes, patéticos. Mis pies se cansan de mirar todo el lujo que mis manos no alcanzan. Sigo caminando. Brinco las rejillas de hierro viejo que reposan sobre las banquetas agrietadas y recuerdo a Mariana y su terrible miedo de caminar sobre ellas. Cuando la conocí no era más real que el recuerdo de las cervezas que había bebido y orinado aquella noche. Sé que le tomé la mano y le hablé como si en verdad hubiera querido estar con ella. Sé que caminé un rato, obsesionado con la luz que no veía, dando vueltas por el trecho que separaba la barra de los inmundos baños. Y luego nada, nada.

En mi cabeza se repetía constantemente ese saxo desgarrador de Chelsea Bridge e imaginaba, al mismo tiempo, los grandes ojos tristes de Mariana y los pequeños ojos saltones de Ben Webster. Había llovido. Los charcos se aferraban a la orilla de las banquetas y desde los altos techos caían pequeños hilos de agua sucia y fría. Tacuba me sabe a pan y a humo. Me sabe nuevamente a la pobreza que me arroja a las garras de los bares más deprimentes. Bares fantasmas que desaparecen de una noche a otra con todo y los recuerdos de lo sucedido dentro de sus paredes. El piano que acompaña a Webster es aún más triste que el saxo. Relegado al segundo plano que organiza los tiempos, que cambia, incluso, el ritmo con una felicidad perturbadora apenas unos compases antes del final y que vuelve, necio, a lo trágico. Me recuerda a una madre, a mi madre tal vez. Y mi paso por esta calle se alegra con los ásperos adoquines de la plaza del Museo Nacional. Los edificios caen y se abre la vista a los cielos nocturnos que opacan el perfil blanco, siniestro, del Palacio de Bellas Artes. El aire frío y las nubes que aún no ceden, me recuerdan algo, a alguien.

Durante la gran inundación me resigné a mirar el paso del tiempo por las ventanas. El agua duró dos días sobre el concreto gris de la ciudad. Dos días de agua pudriéndose burlona y satisfecha. Dos días de tedio. Dos días de desalmadas sirenas luminosas que torturaban la oscuridad de mi cuarto y la fragilidad de mis oídos. Recordé un poema y a Mariana (¿Irías a ser muda que Dios te dio esos ojos?); recordé que hace un día que escampó y el silencio murió con los rescates y la limpieza. Empezaron los gritos magníficos y los gruñidos tremendos de las máquinas que apenas podían trabajar entre la mugre anegada. Miré el techo y supe que no estaba solo. Te llamé entonces silbando una canción de la que no recordaba palabras; te llamé con la sobriedad desbordándose por mis uñas nerviosas. Y apareciste en un sueño tremendo y absurdo: mi cocina no tenía techo y muy arriba el viento jugaba con los restos de madera desprendida y comida que había olvidado hace días; tus manos entonces se aparecieron como un gran manto que me arropaba en un abrazo asfixiante; tus ojos me miraron y tu puño se hizo alrededor de mi cuerpo. Supe entonces que no estaba solo.

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