10 de septiembre de 2014

El viaje roto



Me fui al campo con grandes proyectos.
Pero sólo encontré allí hierbas y árboles,
y cuando había gente era igual que la otra.
Pessoa, Tabaquería



He visto montañas resplandecientes de árboles verdes y valles infinitos con el marrón de las sequías extenderse frente a mis ojos. Nada he aprendido. No obtuve nada de mis pasos ni de las noches de vientos fríos que empujan la lluvia en una tortura de rugidos infames. Lo cierto es que no tengo nada que contar sobre los muros de roca y viento que me detuvieron en el camino feliz de la aventura; nada sobre las alcantarillas tibias de las ciudades que me acogieron en sus entrañas inmundas; nada sobre las personas que transmutan en el mismo cuerpo y el mismo rostro que vaga por todos los caminos de esta tierra.

Salí un día con la esperanza cansada y ansiosa. Mi hogar siempre ha sido esta infancia en la ciudad que me dotó de una indiferencia de roca, patética, absurda, estúpida, y de una sensación incontrolable creciendo en mis entrañas. Para mí, todo está muerto desde ahora, desde antes de quebrarse en mil pedazos, en miles de llantos que resonarán al unísono en un futuro aterrador. Quizá por eso no tengo miedo, porque ya nada importa. Pero el miedo nunca ha sido el problema mayor, no. Salí de casa y mis manos no sabían del frío ni del cansancio; mis pies no sabían de las rocas filosas y la tierra dura que se aferra a las botas en un abrazo sofocante. Nunca imaginé que los días se harían tan largos y las noches tan frías. En la ciudad ya me había encontrado con el hambre y la sed, pero nunca las había llevado a cuestas durante tantos kilómetros y tantos días. Entonces descubrí los desmayos y la saliva densa que poco a poco se convierte en polvo. Me acostumbré a sentir ese hueco infame en el estómago que duele a cada respiración profunda. Todo se combinó para formar un concepto más amplio y doliente de la miseria. ¡Estoy vivo y tengo fruta!, grité con la voz más feliz que aquel bosque de altísimos árboles haya escuchado jamás.

Y era feliz.

Fui feliz en aquellas playas de arenas tersas que se asustan con los desconocidos pies que las descubren. En el mar tuve miedo del enorme vacío que se escondía entre las aguas profundas y regresé arrodillado, humillado, a la tierra que tanto había injuriado. Dos horas de mar me animaron a caminar las montañas más altas que recordaba de otros tiempos. Fui entonces por carreteras que serpentean entre árboles que no crecen hacía arriba. Cuando me di cuenta estaba en la punta de una montaña mirando las nubes hacia abajo. Las sombras caen desde las alturas y se pierden antes de llegar a los lejanos valles que nos miran con la tranquilidad de los que esperan. Dormí en casas de panaderos, leñadores, campesinos, ancianos que esperan que la muerte los recoja y nunca he tenido mejor sueño. Una noche el arrullo de los ratones corriendo entre mazorcas me reveló la tristeza de dormir en una troje y la felicidad de dormir bajo techo a pesar de todo. No lo olvido, pero no quisiera recordarlo. Las más negras noches las pasé junto a la carretera, agazapado, escondido tras árboles o bajo la hojarasca infestada de insectos. Así fue como aprendí ese aprecio religioso al sol, al maravilloso abrazo tibio del amanecer.

Pero en el fondo sentía que nada estaba en su lugar.

Regresé a la ciudad unos días con el temor de ser atrapado por esa vorágine que se traga a los hombres en un parpadeo. Todo parecía igual, como si se hubiera detenido en el instante de mi partida. Salí huyendo y caminé más calles empedradas y senderos de tierra pegajosa. Los hombres son iguales, siempre iguales. No quisiera hablar de ellos, pero si debiera, recordaría a aquellos que me acogieron en sus casas, que me alimentaron, que me ofrecieron trabajo, que me llevaron algunos kilómetros. Recuerdo a una abuela que me regañó con una tristeza furiosa y que me ofreció luego un plato de comida antes de echarme al camino a sufrir la noche de lluvia. Recuerdo a la hija del panadero que me acosaba con miles de preguntas sobre la gran ciudad. Conocí en las largas jornadas de trabajo en el campo a un hombre joven y duro que creía que yo huía de la ley, pues nadie es tan idiota para dejar su vida en la ciudad y caminar sin nada por aquellos lugares. Las mujeres que se quedan en casa y que ofrecen sus cuerpos y sus hogares en una temerosa relación que no alcancé a entender nunca, a ellas también las recuerdo. Recuerdo a Asunción y su cabello rojo.

Y luego el cansancio.

Me detuve unos meses en un lugar seguro, conocido, que me ha dado alegrías durante toda mi vida. Una casa, un techo húmedo, el fogón siempre ardiendo. De pronto me supe poseedor de una gran riqueza y toda la tierra que veía la reconocía como mía. Nada me significaba el pasado en el camino. Dormí y desperté de un sueño vibrante. Ya no quería caminar, pero el suave cantar de los insectos me impulsaba a abandonarlo todo. Esos días fueron los más extraños de mi vida. Comprendí que lo tengo todo y todo lo dejo ir con una enorme facilidad. Si me exigiera un poco, si me hubiera exigido un poco…Hay que olvidarlo todo. No he aprendido nada. Vagué por ciudades cercanas con una sonrisa metálica en el bolsillo. Y los bares y burdeles aparecieron de nuevo como una innegable seguridad hogareña. Todo se volvía a acomodar en una nueva latitud sureña. Ya no valía la pena seguir fingiendo, seguir intentando justificar mis pasos y palabras. Mi viaje se había roto.

¡Quién habrá de salvarme de mí!

Conocí a Asunción en una caminata por un pueblo pequeño escondido entre las montañas. Cargaba víveres en la mochila y buscaba una tienda que vendiera cigarrillos al precio adecuado. En esos escapes buscaba lo más elemental: comer, beber, fumar, leer. Buscaba comida, buscaba una mesa y la sensación del calor de unas manos que atienden al hambriento. Conocí a Asunción mientras comía en la mesa contigua. No entiendo cómo funcionan las relaciones humanas, pero ahora sé que a veces una sonrisa basta. Ojalá supiera sonreír. Lo cierto es que mientras esperaba con los codos apoyados en la mesa la observe durante largo rato y un reclamo suyo fue lo que inició la conversación más amena que he tenido en los últimos meses. Hablamos de la Ciudad, de las ciudades, de los pueblos, de los bosques que conocíamos y luego nos extendimos a los tópicos culturales que tanto nos divierten. Yo sabía que mis días estaban contados en la provincia y ella sabía que había regresado a su ciudad natal para no volver a irse. Encontrarnos en un pueblo de paso para los viajeros fue una broma del destino. Caminamos después observándolo todo, riéndonos y pensando que nada resultaría después de eso. Nada he aprendido. La volví a ver días después en su ciudad, en sus dominios, bajo sus condiciones y me sentí aliviado y feliz. Escuché sus consejos y sentí su cuerpo tibio. La limpieza de sus sábanas y el olor dulce de su cabello me cautivaron. Me obligó a renunciar, por un tiempo, a mis necedades absurdas y me di cuenta que hay algo en mí que está terriblemente lleno de esperanza. A pesar de todo, y aunque lo intenté en varias ocasiones, nunca pude idealizarla. Así fue como me di cuenta de la importancia que tendría en mi vida.

Y, sin embargo, me fui.

Guardé mis cosas y quemé mis papeles. La fui a ver y nos despedimos en un día lago y horroroso. Atrás de mí quedaban nueve meses de cansancio. Me guardé los olores y las miradas más significativas y eché a caminar nuevamente. Un autobús, una carretera larga y desolada. Una nueva meta y mis mejores intenciones. Si yo pudiera, echaría a andar otra vez sobre mis pasos y nada obtendría jamás de esa experiencia. Ahora pienso en todo aquello y me aterra darme cuenta de todo lo que fui capaz de hacer en ciertos momentos cruciales. Pero ya nada importa. Ahora estoy aquí y me enfrento nuevamente al caos, a la miseria, a la suciedad, a la falta de esperanza, a la esperanza, a la alegría de saber que todo está resuelto, al absurdo, a los planes, a los sueños, a la vejez prematura, a la pobreza, a la escritura, al trabajo, a la familia, a los amores, a los bares de siempre, a lo cotidiano…

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